miércoles, 19 de noviembre de 2008

LA HORA DE UN NUEVO RÉGIMEN. Por Jorge Javier Romero.

La Crónica de Hoy


Noventa y ocho años después del principio de la Revolución Mexicana es buen momento para repasar los saldos de aquella turbulencia política de la que surgió el régimen político más largo de la accidentada historia mexicana. La erupción de los múltiples malestares sociales con la que terminó la pax porfiriana, primera forma estable de organización estatal y que entró en crisis precisamente cuando no se pudo resolver adecuadamente la sucesión del hombre necesario, dio como resultado, varias décadas después del estallido, un arreglo político peculiar, mezcla de instituciones formales y reglas informales, que logró pacificar a los diversos caudillos que se habían hecho con el poder durante la guerra y la etapa inmediatamente posterior de pacificación.

Sin duda, el régimen tuvo enormes virtudes, como la de disciplinar al ejército y ponerlo bajo el mando del poder civil o la de establecer mecanismos de circulación política que evitaron el anquilosamiento tan frecuente en los regímenes no democráticos. También estableció condiciones de certidumbre para el crecimiento económico, en las ventajosa condiciones de la segunda posguerra mundial, cuando todo el mundo creció. Y garantizó décadas de paz con niveles bajos de represión estatal. Sin embargo, también institucionalizo, tanto de manera formal como informal, muchas prácticas que hoy constituyen un lastre para el desarrollo pleno de la democracia en nuestro tiempo.

Desde luego, ya no existe el férreo control político centralizado que garantizó el monopolio del PRI durante siete décadas (contados los tiempos de sus antecedentes el PNR y el PRM). Ya no existe el fraude electoral institucionalizado y la competencia política es algo normal, como no lo fue el los tiempos clásicos del régimen. Hay mucho más libertades y posibilidades de debate. Y sin embargo , la democracia no termina de desplegarse. La baja intensidad de la ciudadanía refleja la catástrofe educativa heredada; muchos ámbitos de la vida social siguen marcados por las viejas prácticas; los trabajadores no tienen auténtica libertad sindical, atados como están a los sindicatos corporativos protegidos por las viejas reglas todavía vigentes en el mundo del trabajo. Tanto en el campo como en las zonas marginadas de las ciudades el clientelismo es una forma viva de opresión política, que se aprovecha de la debilidad de los pobres, de su necesidad de protecciones particulares frente a un Estado que no les brinda cobijo ni protección de la misma manera que a los más favorecidos. Ahí están los resabios de un Estado protector de privilegios, de monopolios económicos, de comunicación y sindicales que repartió parcelas de poder a cambio de la estabilidad de su dominio.

La historia de la democracia mexicana también tiene la impronta de las practicas del viejo régimen. El hecho de que el proceso democratizador se haya dado de manera gradual, paso a paso, en un camino trazado desde el poder, llevó a que al final, cuando el PRI perdió la presidencia, quedaran intactas buena parte de las estructuras del antiguo reparto del poder. Ocho años van ya de gobiernos panistas y ahí están intocadas las reglas laborales opresivas, los privilegios de las empresas de comunicación, la burocracia basada en un sistema de botín, sin profesionalismo alguno, con criterios de disciplina y lealtad por encima de los de eficiencia y buen desempeño. Y ahí está, lacerante, la desigualdad heredada, inamovible, asfixiante.

La democracia mexicana tal como surgió de los cambios graduales comenzados en 1977 y que tuvieron su puerto de llegada en los acuerdos de 1996, no ha sido capaz de desmontar los principales elementos del viejo régimen. Ahí están ruinosos pero en pie, como el granítico monumento que los celebra. El pacto de 1996, además, comenzó un proceso de restricción de la competencia para limitarla sólo a los partidos pactantes y a sus satélites, también a imagen y semejanza de lo que había hecho el régimen del PRI 50 años antes, con su primera ley protectora de su monopolio. Ahora, el espectro está abierto a tres bandas, aunque se permite la supervivencia de los dóciles, los que se han aliado con ellos. Y tal vez los efectos de las últimas reformas lleve a que sólo sobrevivan los grandes, con lo que la transición democrática entraría en el canal seco de la competencia restringida.

Por eso es necesario impulsar un cambio de régimen. El viejo, el del PRI, sigue vigente a pesar de los cambios sufridos. Ahí está la falta de autonomía municipal y el control férreo de muchas legislaturas locales, ahí siguen las burocracias sindicales corruptas, vivitos y coleando están los intermediarios políticos que se nutren con la miseria. Las múltiples discriminaciones, la falta de oportunidades, la incapacidad burocrática, la inseguridad, la venalidad judicial, la ineficacia fiscal.

De ahí que sea necesario ponerse en movimiento para hacer política desde fuera de la competencia electoral, copada por las oligarquías partidistas. La iniciativa que ayer puso en marcha un grupo de mujeres y hombres entre los que destacan Patricia Mercado, Gustavo Gordillo o Maite Azuela, con muchas caras y voces jóvenes a su alrededor merece ser seguida con atención. Se trata de agrupar las múltiples expresiones del descontento, los diversos malestares sociales en un gran movimiento nacional que tenga forma innovadoras de actuar.

El llamado es, como el de Madero hace cien años, a forma clubes por todo el país. Ahora se trata de que sean agrupaciones con causas específicas que quieran articularse en torno a un programa nacional de transformación. Clubes ambientalistas, feministas, de jóvenes, de derechos humanos, de defensa de la diversidad sexual, capaces de actuar en distintos terrenos, de elaborar programas y propuestas, de impulsar iniciativas populares, de provocar debates. Clubes que utilicen las herramientas de la ley para sacar adelante sus causas, que litiguen temas de interés social en los tribunales, que presionen a los políticos para que cumplan con su trabajo y garanticen los derechos de todos.

Un movimiento político que no se plantea la participación electoral por lo pronto. Suena raro en un país acostumbrado desde hace tiempo a que el único móvil de la política sea el dinero, la cantidad ingente de recursos que reciben los partidos como prerrogativa estatal. Un movimiento que se plantea su autofinanciamiento y que no aspira a conquistar parcelas de prebendas. No es lo común y debería llamar la atención. Sin embargo, apenas aparece confinado en las últimas páginas de los periódicos. Es deseable que, como una bola de nieve, este llamado que arrancó cubriendo simbólicamente el monumento al viejo autoritarismo todavía en pie, el de la Revolución Mexicana, crezca por todo el país y logre desmontar desde los cimientos las viejas estructuras de dominación que limitan el despliegue de las energías de este país.

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