martes, 3 de febrero de 2009

LA GUADALUPANA Y EL MISTERIOSO CASO DE LAS BOLSAS DE BASURA (Le Clercq)

Hace unas semanas me encontré a Le Clercq en "mi oficina", y me comentó que publicaría este artículo. Esa mañana me había asomado a ver las bicis que presta el gobierno de DF para deambular por la ciudad y me llamó la atención que cada una tuviera una estampa de la virgen de Guadalupe pegada en el manubrio. Después de platicar con él, entendí que era con el objetivo de que no se las roben. En su artículo el explica como en efecto, aspiramos a ser una sociedad decente, más que una sociedad civilizada.

En su libro La sociedad decente, el filósofo Avisai Margalit hace una distinción entre dos tipo de sociedades: la sociedad decente y la sociedad civilizada. Una sociedad decente es aquella en la que las instituciones no humillan a las personas, mientras que una sociedad civilizada es aquella en que las personas no se humillan entre sí. El debate sobre la transformación de la vida pública mexicana se ha centrado fundamentalmente en la necesidad de establecer las bases de una sociedad decente. En gran medida la transición democrática mexicana implica transformar las instituciones para que no humillen a las personas, para que su relación pase de súbditos y clientes a ciudadanos. Esta ha sido una batalla larga, difícil y que está lejos de ser ganada: el Estado no es capaz de garantizar la seguridad y la integridad de la vida y la propiedad de los mexicanos; la corrupción sigue determinando la relación ciudadanos-autoridades y en forma creciente se ha develado la colusión de funcionarios de diferentes niveles de gobierno con el crimen organizado; los derechos humanos no son plenamente respetados; millones de personas nacen en condiciones de desigualdad que son imposibles de superar en el curso de varias vidas… La lista de pendientes en la construcción de una sociedad decente parece no tener fin.

Sin embargo, en el ámbito de la sociedad civilizada no tenemos mejores cuentas que entregar. Somos una sociedad indiferente a nuestra obligaciones cívicas, en la que las relaciones entre ciudadanos más que mejorar parecen deteriorarse cotidianamente. Con actos aparentemente inocuos como dejar mi basura en casa del vecino o arrojarle el coche al peatón porque llevo prisa, demostramos que la dignidad del otro, de nuestro conciudadano, no es un principio central en nuestra escala de valores. Y lo que es realmente grave es que si bien una sociedad no es democrática cuando las instituciones humillan a las personas, la democracia tampoco es posible donde no existe el respeto mutuo que nos debemos como conciudadanos, cuando mi necesidad de tirar basura es más importante que la dignidad de mi vecino.


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