miércoles, 24 de diciembre de 2008

EL BUEN CANARIO

Olvidarse de uno mismo es complicado. No hay manera de dejar encargados con alguien los recuerdos, los laberintos mentales, los toboganes emocionales, las inconformidades de lo que "así es" y parece no poder ser de otro modo. Pero leer, ver alguna película o ser espectador de una buena puesta en escena son trucos útiles para silenciar el ruido propio, al menos por ratos.

Así me sucedió con "El buen canario", entré al teatro con una montaña rusa de ideas que subían y bajaban sin que las pudiera detener. Las primeras palabras de la obra me producían esos bajones sorpresivos que son extrañamente placenteros cuando pareciera que mientras el cuerpo se cae al precipicio, algo nuestro se queda en las alturas. 

Me olvidé de mí, me metí en esa historia de amor apasionado, doloroso, violento, compasivo, incondicional, auténtico. El guión de Zach Helm es de por sí sacudidor y los recursos del montaje, las actuaciones, la música y la original mezcla de proyecciones en cubos que se parten, dicen con imágenes lo que sería complicado transmitir en diálogo. Caen baúles rojos, píldoras, las ventanas cambian de tamaño, El grito de Edvard Munch se multiplica, como si la mente de la protagonista no pudiera más que gritar en silencio.

Salí de ahí con nuevos laberintos, con otros toboganes y ganas de volverla a ver para capturar lo que se escapa a primera vista, lo que la memoria evade, lo que no se percibe en una sola aproximación.

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